Por: Frank Padrón
15 de Marzo del 1995
15 de Marzo del 1995
Publicado en el periódico Granma, de Cuba.
Un nuevo tríptico ocupa a Silvio Rodríguez por estos tiempos, ahora con las partes de su nombre coronando cada volumen y con las seis cuerdas como único acompañamiento.
Anda por las tiendas (y las emisoras del país) el segundo de ellos, correspondiente a 1994: Rodríguez, que echa a rodar nostalgias hacia el paraíso perdido (y recuperado, gracias en buena medida a la música) de la infancia, esa edad primera donde se sientan y presentan muchas cosas que nos acompañan para siempre.
Si el disco anterior (Silvio) era sobre todo, una gran “arte poética”, canciones sobre la canción y el oficio de Orfeo, este tiene de todo pero con la impronta de la añoranza aureolando hasta los números más alejados del tema.
Y hay que decir desde ya que también se trata de una obra más acabada, más densa filosóficamente, de mayor vuelo poético y musical.
Está, por ejemplo, una recurrencia muy del trovador: el conocimiento (“saber no puede ser lujo”) envuelta de un sentido campestre, con sabor a la décima más tradicional y a la vez legítima en Escaramujo, estructura estrófica que, en menos alcance, informa una pieza “pictórica” entre Goya y Dalf (Del sueño a la poesía).
Aparecen, como siempre, reflexiones sociales, donde uno tropieza con poemazos sin costuras (El problema) hasta tratamientos donde la elaboración imaginal baja la parada (Flores nocturnas); un par de piezas eróticas: la lúdicra y simpática Ando como hormiguita y otro "Óleo de mujer" (sólo que en vez de con sombrero,Desnuda y con sombrilla) insertas en la mejor tradición (desde la poesía hebrea bíblica hasta Octavio Paz), y como decía, esas miradas a la génesis, en que termina siempre hallándose una introspección Debo, Tocando fondo, Casiopea, La vida).
La canción, sea más lírica o más rítmica, acusa un sello difícil no ya de ser disfrutable, sino identificable desde las frases iniciales, que la guitarra de este Rodríguez lleva a sus mayores consecuencias, el racimo de acordes invertidos, disonancias, transportes magistrales, la limpieza y precisión de su ejecutoria, hacen pensar que el trovador bien pudiera haberse dedicado a concertista, si entonces no hubiéramos tenido que estar llorando toda la vida la ausencia de un poeta mayor en estas lides.
La fotografía (una vez más del italiano Roberto Coggiola) aprovecha nuevamente las posibilidades expresivas del blanco y negro para la sugerencia y la alusión: ahora es la sombra del cantante en el escenario, a lo que se suman coherentemente letras y trazos.
La grabación y mezcla del exquisito Jerzy Belc (asistido en ocasiones por Alejandro Rodríguez y el propio Silvio) alcanza resultados estimables en cuanto a nitidez y atmósferas.
Un nuevo tríptico ocupa a Silvio Rodríguez por estos tiempos, ahora con las partes de su nombre coronando cada volumen y con las seis cuerdas como único acompañamiento.
Anda por las tiendas (y las emisoras del país) el segundo de ellos, correspondiente a 1994: Rodríguez, que echa a rodar nostalgias hacia el paraíso perdido (y recuperado, gracias en buena medida a la música) de la infancia, esa edad primera donde se sientan y presentan muchas cosas que nos acompañan para siempre.
Si el disco anterior (Silvio) era sobre todo, una gran “arte poética”, canciones sobre la canción y el oficio de Orfeo, este tiene de todo pero con la impronta de la añoranza aureolando hasta los números más alejados del tema.
Y hay que decir desde ya que también se trata de una obra más acabada, más densa filosóficamente, de mayor vuelo poético y musical.
Está, por ejemplo, una recurrencia muy del trovador: el conocimiento (“saber no puede ser lujo”) envuelta de un sentido campestre, con sabor a la décima más tradicional y a la vez legítima en Escaramujo, estructura estrófica que, en menos alcance, informa una pieza “pictórica” entre Goya y Dalf (Del sueño a la poesía).
Aparecen, como siempre, reflexiones sociales, donde uno tropieza con poemazos sin costuras (El problema) hasta tratamientos donde la elaboración imaginal baja la parada (Flores nocturnas); un par de piezas eróticas: la lúdicra y simpática Ando como hormiguita y otro "Óleo de mujer" (sólo que en vez de con sombrero,Desnuda y con sombrilla) insertas en la mejor tradición (desde la poesía hebrea bíblica hasta Octavio Paz), y como decía, esas miradas a la génesis, en que termina siempre hallándose una introspección Debo, Tocando fondo, Casiopea, La vida).
La canción, sea más lírica o más rítmica, acusa un sello difícil no ya de ser disfrutable, sino identificable desde las frases iniciales, que la guitarra de este Rodríguez lleva a sus mayores consecuencias, el racimo de acordes invertidos, disonancias, transportes magistrales, la limpieza y precisión de su ejecutoria, hacen pensar que el trovador bien pudiera haberse dedicado a concertista, si entonces no hubiéramos tenido que estar llorando toda la vida la ausencia de un poeta mayor en estas lides.
La fotografía (una vez más del italiano Roberto Coggiola) aprovecha nuevamente las posibilidades expresivas del blanco y negro para la sugerencia y la alusión: ahora es la sombra del cantante en el escenario, a lo que se suman coherentemente letras y trazos.
La grabación y mezcla del exquisito Jerzy Belc (asistido en ocasiones por Alejandro Rodríguez y el propio Silvio) alcanza resultados estimables en cuanto a nitidez y atmósferas.