28 de Abril del 2016
Por: Fernando Neira
Fuente: El País
Fotos: Bernardo Pérez
Por: Fernando Neira
Fuente: El País
Fotos: Bernardo Pérez
Silvio, el deseado. La cola se enrosca sobre sí misma en múltiples tirabuzones alrededor del Barclaycard Center, escenario este miércoles de un reencuentro nueve años demorado. Los músicos, un cuarteto de ligeras maneras jazzísticas, entregan un aperitivo instrumental que más parece prórroga para la acomodación del respetable. Y cuando por fin irrumpe el trovador, con ese porte cabizbajo y la visera gris, la ovación es tan unánime que el hombre, abrumado, no acierta a dejar de contemplar el piso. Pero las pasiones, en estos casos, son incontrolables. Tanto como ese "¡guapo!" que se eleva, nítido hasta devenir en afonía, en mitad de un pabellón habitado por más de 10.000 almas en permanente anhelo.
Hubo quien pensó que la citación relativamente temprana, a eso de las 20.30, era una cortesía para con las edades maduras. El poeta carga con 69 primaveras y querría retirarse a una hora prudente a sus aposentos, barruntaban. La realidad era justo la contraria. Silvio, tan añorado y tanto tiempo ausente, pretendía explayarse. Hablarnos de que, rozando ya la condición septuagenaria, aún le quedan versos con enjundia en el tintero, pero sin escatimar por ello páginas cuyo mérito solo podrían negar un fanático o un demente.
El resultado es una comunión musical de dos horas y veintimuchos minutos: una puesta de largo para el disco Amoríos, aún ni siquiera editado por tierras peninsulares, y un torbellino de conmociones pretéritas pero en ningún caso caducadas. Porque las grandes canciones clásicas de Rodríguez tienen esa virtud de lo trascendente, de lo perdurable. Por eso su público reacciona con respingos cuando identifica el acorde característico o el primer verso en Ángel para un final, Mujeres, El necio y tantas otras. Es casi una sacudida eléctrica en el lenguaje corporal de los seguidores, como si la constatación del emblema equivaliera al escalofrío.
Son muchos los conciertos que transcurren de menos a más, tantos como para que el diagnóstico parezca arquetipo. El de Silvio recorrió más bien el camino desde la atonía a la excitación. Arrancó destemplado y anodino, con los agudos aflorándole trabajosos de la garganta, como aquejados de una cierta carraspera. Ni la letanía de Una canción de amor esta noche ni las estrofas casi recitadas de Tu soledad me abriga la garganta parecen candidatas a encontrar acomodo en la memoria, menos aún si algún final de frase deja la afinación en la cuerda floja.
Tampoco desperezó al pabellón la rumba anodina de Día de agua o esos duelos entre el tres y la guitarra que parecen nacidos en algún café para turistas. Pero aflora La maza y nos citamos ya con el mito, con la proclama solemne. La garganta de Rodríguez se ha ido entonando y reparte parabienes a poetas revolucionarios (Rubén Martínez Villena) o amigos tan ilustres como García Márquez, inspirador de la bella y reciente San Petersburgo. Y en esas caemos en la cuenta de que un vals acicalado por el clarinete nunca figuró entre las prioridades estilísticas de la nueva trova, lo que da idea de cómo la inquietud nunca ha abandonado a nuestro protagonista.
Mejor así, sin duda. Silvio podría ser un funcionario de la canción de autor caribeña, pero nunca le ha perdido el gusto a la curiosidad. Por eso impresiona reencontrarse con Quién fuera, extracto de su valiente trilogía discográfica esencial (Silvio, Rodríguez, Domínguez) y exponente de la sencillez inmediata: una de esas canciones que parecen suspendidas en el éter, a la espera solo de que el cantor se moleste en prenderlas. Y por eso también asombra indagar otra vez en Sueño con Serpientes, con esas guitarras que se persiguen y ese aire pastoral que parece mezclar los dos extremos del Atlántico, de Canterbury hasta el malecón.
No faltaron desde las butacas los vivas a Cuba, a la revolución, a la madre que parió al artista, a no pocos países más de la América hermana. Pero no faltaron, sobre todo, las canciones y su suministro generoso, los bises y rebises, el unicornio, las gotas de rocío y las pequeñas serenatas a la luz del día. Las primeras filas reclamaban Te doy una canción y el trovador no nos dio solo esa, sino una montaña más. Una avalancha de canciones entregadas en la seguridad de que sus receptores sabrían abrazarlas, llevárselas a casa y albergarlas por una noche entre las sábanas.
Hubo quien pensó que la citación relativamente temprana, a eso de las 20.30, era una cortesía para con las edades maduras. El poeta carga con 69 primaveras y querría retirarse a una hora prudente a sus aposentos, barruntaban. La realidad era justo la contraria. Silvio, tan añorado y tanto tiempo ausente, pretendía explayarse. Hablarnos de que, rozando ya la condición septuagenaria, aún le quedan versos con enjundia en el tintero, pero sin escatimar por ello páginas cuyo mérito solo podrían negar un fanático o un demente.
El resultado es una comunión musical de dos horas y veintimuchos minutos: una puesta de largo para el disco Amoríos, aún ni siquiera editado por tierras peninsulares, y un torbellino de conmociones pretéritas pero en ningún caso caducadas. Porque las grandes canciones clásicas de Rodríguez tienen esa virtud de lo trascendente, de lo perdurable. Por eso su público reacciona con respingos cuando identifica el acorde característico o el primer verso en Ángel para un final, Mujeres, El necio y tantas otras. Es casi una sacudida eléctrica en el lenguaje corporal de los seguidores, como si la constatación del emblema equivaliera al escalofrío.
Son muchos los conciertos que transcurren de menos a más, tantos como para que el diagnóstico parezca arquetipo. El de Silvio recorrió más bien el camino desde la atonía a la excitación. Arrancó destemplado y anodino, con los agudos aflorándole trabajosos de la garganta, como aquejados de una cierta carraspera. Ni la letanía de Una canción de amor esta noche ni las estrofas casi recitadas de Tu soledad me abriga la garganta parecen candidatas a encontrar acomodo en la memoria, menos aún si algún final de frase deja la afinación en la cuerda floja.
Tampoco desperezó al pabellón la rumba anodina de Día de agua o esos duelos entre el tres y la guitarra que parecen nacidos en algún café para turistas. Pero aflora La maza y nos citamos ya con el mito, con la proclama solemne. La garganta de Rodríguez se ha ido entonando y reparte parabienes a poetas revolucionarios (Rubén Martínez Villena) o amigos tan ilustres como García Márquez, inspirador de la bella y reciente San Petersburgo. Y en esas caemos en la cuenta de que un vals acicalado por el clarinete nunca figuró entre las prioridades estilísticas de la nueva trova, lo que da idea de cómo la inquietud nunca ha abandonado a nuestro protagonista.
Mejor así, sin duda. Silvio podría ser un funcionario de la canción de autor caribeña, pero nunca le ha perdido el gusto a la curiosidad. Por eso impresiona reencontrarse con Quién fuera, extracto de su valiente trilogía discográfica esencial (Silvio, Rodríguez, Domínguez) y exponente de la sencillez inmediata: una de esas canciones que parecen suspendidas en el éter, a la espera solo de que el cantor se moleste en prenderlas. Y por eso también asombra indagar otra vez en Sueño con Serpientes, con esas guitarras que se persiguen y ese aire pastoral que parece mezclar los dos extremos del Atlántico, de Canterbury hasta el malecón.
No faltaron desde las butacas los vivas a Cuba, a la revolución, a la madre que parió al artista, a no pocos países más de la América hermana. Pero no faltaron, sobre todo, las canciones y su suministro generoso, los bises y rebises, el unicornio, las gotas de rocío y las pequeñas serenatas a la luz del día. Las primeras filas reclamaban Te doy una canción y el trovador no nos dio solo esa, sino una montaña más. Una avalancha de canciones entregadas en la seguridad de que sus receptores sabrían abrazarlas, llevárselas a casa y albergarlas por una noche entre las sábanas.