5 de Abril del 2016
Por: Juan G. Andrés
Fuente: Noticias de Guipuzcoa
Fotos: Gillen G. Ureta
Por: Juan G. Andrés
Fuente: Noticias de Guipuzcoa
Fotos: Gillen G. Ureta
Aunque el concierto que Silvio Rodríguez protagonizó el domingo era el supuesto colofón de Stop War, lo cierto es que en el Velódromo de Anoeta no se vieron ni escucharon alusiones al festival antibelicista de Donostia 2016. Paradójicamente, la única actuación musical de pago del certamen resultó ser la más exitosa y multitudinaria, toda vez que las entradas se habían agotado hacía varias semanas; tal fue la expectación despertada por el cubano en su regreso al Estado tras nueve años de larga ausencia.
Tampoco hubo consignas ni mensajes expresos por parte del cantante, más allá de la poesía combativa que encierra buena parte de su repertorio. Casi sin desprenderse de su guitarra acústica, empleó la primera mitad de la actuación en repasar prácticamente al completo su último álbum, Amoríos (2015), que incluye material inédito compuesto entre 1967, año de su bautismo como trovador, y 1980. En los dos primeros temas, Una canción de amor esta noche y Tu soledad me abriga la garganta, le acompañó un formidable cuarteto de jazz (contrabajo, batería, vibráfono y congas) que trajo a la memoria las grandes sesiones que el Jazzaldia solía organizar en el pabellón ciclista: por motivos de seguridad, los 12.000 espectadores de antaño se ven limitados hoy en día a 5.500 almas repartidas en sillas y gradas, una cifra nada desdeñable en cualquier caso.
Con su sempiterna gorra y unos enormes auriculares que le permitían escuchar con nitidez la música de su grupo, Silvio contó también con otros cuatro intérpretes, su esposa y flautista Niurka González, y el trío Trovarroco, más enraizado en la tradición musical del país caribeño, con guitarra, tres y bajo. En tiempos de estrecheces escénicas, resulta un lujo escuchar a un combo de nueve músicos que reprodujeron con bastante fidelidad otros temas de Amoríos, como la refrescante rumbaDía de agua y como esa “obrita” o “suite” compuesta por cuatro títulos que cantó de manera consecutiva: todos los escribió en la misma época -principios de los años 70- que la celebérrima Óleo de mujer con sombrero, el primer himno de la velada.
“Hacía un poquito de tiempo que no venía por aquí y estoy tratando de cubrir esos espacios”, se justificó tras la estupenda Tonada del albedrío, recuperada de su anterior disco, Segunda cita (2010). El primer tercio de la función finalizó con un interludio instrumental durante el que el cubano se retiró al camerino mientras la banda intentaba subir, a base de acelerados ritmos cubanos, la gélida temperatura del recinto.
Regresó dispuesto a ofrecer al pueblo el anhelado ramillete de grandes éxitos. No olvidó Mujeres, La maza, Quién fuera, El necio, La era está pariendo un corazón y Ángel para un final, durante los cuales hubo palmas, alaridos de júbilo, aplausos y coros por parte del público, especialmente en las estrofas más reconocibles y en los instantes de mayor intensidad musical. El isleño se acordó de sus amigos escritores con Tonada para dos poemas de Rubén Martínez Villena y con la más reciente San Petersburgo, escrita a partir de una imagen que hace años Gabriel García Márquez le sugirió en un encuentro fortuito a bordo de un avión. “Permiso, un momento”, se disculpó mientras afinaba su guitarra y una mujer le gritaba “¡Guapo!” desde el graderío. “No sabía que mi abuelita había venido acá”, bromeó el cantautor de 69 años, que antes de la recta final cantó En cuál de estos planetas y Virgen de occidente.
Comenzó y terminó los generosos bises con otros dos temas nuevos, Qué poco es conocerte y Querer tener riendas, canción que regaló a su difunta amiga Sara González. Pero entre ambas, hizo levitar de emoción a la concurrencia con tres obras maestras rotundas, de esas que uno no puede evitar cantar de principio a fin si escucha la introducción de guitarra o los primeros versos. “Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre...” anunció la llegada de Pequeña serenata diurna, canción que figuraba en Días y flores (1974), su debut discográfico. A continuación, y como cabía esperar, cedió a la petición más recurrente y preguntó: “Ojalá, ¿la quieren como siempre o diferente? Tenemos un menú de ojalaes: a la vizcaina, a la...” “¡A la cubana!”, le interrumpió otra fémina antes de que el público se transformara en un multitudinario orfeón que coreó hasta la última sílaba del himno por antonomasia: “Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”, remató el Velódromo al unísono.
Pero uno de los momentos más mágicos de la noche tuvo lugar en la última de las tres piezas mencionadas. “Mi unicornio azul ayer se me perdió...”, comienza Unicornio, inmortal oda a las musas que interpretó en solitario. Voz y guitarra: Silvio no necesita nada más para embelesar al respetable con un zurrón que ya atesora más de 600 composiciones -por eso se le perdona el uso de atril,para que no olvide ni una sola letra-. Con las cuerdas vocales prácticamente intactas, el autor de Te doy una canción, uno de los incontables clásicos que no sonaron en Anoeta, resumió medio siglo de trayectoria en un vibrante reencuentro de casi dos horas y media. “¡Tocas poco por aquí! ¡Ven más a menudo!”, le reprochó en plan amistoso un seguidor que, de ese modo, resumió certeramente el sentir de los otros 5.499 espectadores.
Tampoco hubo consignas ni mensajes expresos por parte del cantante, más allá de la poesía combativa que encierra buena parte de su repertorio. Casi sin desprenderse de su guitarra acústica, empleó la primera mitad de la actuación en repasar prácticamente al completo su último álbum, Amoríos (2015), que incluye material inédito compuesto entre 1967, año de su bautismo como trovador, y 1980. En los dos primeros temas, Una canción de amor esta noche y Tu soledad me abriga la garganta, le acompañó un formidable cuarteto de jazz (contrabajo, batería, vibráfono y congas) que trajo a la memoria las grandes sesiones que el Jazzaldia solía organizar en el pabellón ciclista: por motivos de seguridad, los 12.000 espectadores de antaño se ven limitados hoy en día a 5.500 almas repartidas en sillas y gradas, una cifra nada desdeñable en cualquier caso.
Con su sempiterna gorra y unos enormes auriculares que le permitían escuchar con nitidez la música de su grupo, Silvio contó también con otros cuatro intérpretes, su esposa y flautista Niurka González, y el trío Trovarroco, más enraizado en la tradición musical del país caribeño, con guitarra, tres y bajo. En tiempos de estrecheces escénicas, resulta un lujo escuchar a un combo de nueve músicos que reprodujeron con bastante fidelidad otros temas de Amoríos, como la refrescante rumbaDía de agua y como esa “obrita” o “suite” compuesta por cuatro títulos que cantó de manera consecutiva: todos los escribió en la misma época -principios de los años 70- que la celebérrima Óleo de mujer con sombrero, el primer himno de la velada.
“Hacía un poquito de tiempo que no venía por aquí y estoy tratando de cubrir esos espacios”, se justificó tras la estupenda Tonada del albedrío, recuperada de su anterior disco, Segunda cita (2010). El primer tercio de la función finalizó con un interludio instrumental durante el que el cubano se retiró al camerino mientras la banda intentaba subir, a base de acelerados ritmos cubanos, la gélida temperatura del recinto.
Regresó dispuesto a ofrecer al pueblo el anhelado ramillete de grandes éxitos. No olvidó Mujeres, La maza, Quién fuera, El necio, La era está pariendo un corazón y Ángel para un final, durante los cuales hubo palmas, alaridos de júbilo, aplausos y coros por parte del público, especialmente en las estrofas más reconocibles y en los instantes de mayor intensidad musical. El isleño se acordó de sus amigos escritores con Tonada para dos poemas de Rubén Martínez Villena y con la más reciente San Petersburgo, escrita a partir de una imagen que hace años Gabriel García Márquez le sugirió en un encuentro fortuito a bordo de un avión. “Permiso, un momento”, se disculpó mientras afinaba su guitarra y una mujer le gritaba “¡Guapo!” desde el graderío. “No sabía que mi abuelita había venido acá”, bromeó el cantautor de 69 años, que antes de la recta final cantó En cuál de estos planetas y Virgen de occidente.
Comenzó y terminó los generosos bises con otros dos temas nuevos, Qué poco es conocerte y Querer tener riendas, canción que regaló a su difunta amiga Sara González. Pero entre ambas, hizo levitar de emoción a la concurrencia con tres obras maestras rotundas, de esas que uno no puede evitar cantar de principio a fin si escucha la introducción de guitarra o los primeros versos. “Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre...” anunció la llegada de Pequeña serenata diurna, canción que figuraba en Días y flores (1974), su debut discográfico. A continuación, y como cabía esperar, cedió a la petición más recurrente y preguntó: “Ojalá, ¿la quieren como siempre o diferente? Tenemos un menú de ojalaes: a la vizcaina, a la...” “¡A la cubana!”, le interrumpió otra fémina antes de que el público se transformara en un multitudinario orfeón que coreó hasta la última sílaba del himno por antonomasia: “Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”, remató el Velódromo al unísono.
Pero uno de los momentos más mágicos de la noche tuvo lugar en la última de las tres piezas mencionadas. “Mi unicornio azul ayer se me perdió...”, comienza Unicornio, inmortal oda a las musas que interpretó en solitario. Voz y guitarra: Silvio no necesita nada más para embelesar al respetable con un zurrón que ya atesora más de 600 composiciones -por eso se le perdona el uso de atril,para que no olvide ni una sola letra-. Con las cuerdas vocales prácticamente intactas, el autor de Te doy una canción, uno de los incontables clásicos que no sonaron en Anoeta, resumió medio siglo de trayectoria en un vibrante reencuentro de casi dos horas y media. “¡Tocas poco por aquí! ¡Ven más a menudo!”, le reprochó en plan amistoso un seguidor que, de ese modo, resumió certeramente el sentir de los otros 5.499 espectadores.