La canción que no cantan los ángeles


27 de Noviembre del 2012

Por: Ignacio Andrés Amarillo
Fuente: El Litoral
Fotos: Mauricio Garín


La integración de la Argentina con Latinoamérica, revitalizada en años recientes, no estará completa hasta que el público local no aprenda a hacer palmas en ritmos ternarios. Más allá de la humorada musical, nada obsta para que Silvio Rodríguez Domínguez mantenga un romance a primera vista (como él mismo lo ha manifestado) con el público argentino, que le prodiga una lealtad de larga data, a caballo entre el aprecio a unas virtuosas dotes compositivas y la afinidad ideológica, que se expresó en banderas cubanas, remeras de la selección soviética de fútbol y algún grito de “¡Viva la Revolución!”, que Rodríguez devolvería en un “Viva la justicia”.

El lector habrá caído en cuenta de que estamos hablando de la presentación del trovador cubano en el estadio Ángel P. Malvicino del Club Atlético Unión, el único show de la gira fuera del Luna Park, y la primera vez en la ciudad, “luego de tantos años picándole a los lados”, como expresó en una de sus escasas intervenciones, luego de interpretar Mujeres, el primer tema de la noche.

Antes de que el esperado pise el escenario, son sus laderos en la interpretación los que arrancan las primeras notas, aunque durante la velada muchas veces le cederán el inicio a sus arpegios y palabras, antes de empezar a sumar capas sonoras.

La arquitectura musical sobre la que edifica el cantautor (remera y pantalón oscuros, sombrero claro, bigotes canos) se fundamenta en la batería y las percusiones mínimas (udu, cajón peruano, derbake, pandeiro) de Oliver Valdés Rey, junto con el bajo acústico de César Bacaró Laine. Los compañeros de este último en el Terceto Trovarroco, Rachid López Gómez en guitarra y Maykel Elizarde Ruano en tres cubano, son los encargados de rellenar los espacios entre las cuerdas de la guitarra de Rodríguez, sumar melodías y disputarle el protagonismo contrapuntístico a la flauta traversa y el clarinete de Niurka González Núñez, aves canoras que entrelazan su andar más lejos o más cerca de la voz del solista, intacta al paso de los años, por cierto.

La cita

Con Toma, abrió la secuencia dedicada a los temas de Segunda cita, el disco de 2010 que él mismo reconoce casi no haber tocado en estos años. Llegaría luego Tonada del albedrío, y la ovación a la estrofa que refiere: “Dijo Guevara el humano/Que ningún intelectual/Debe ser asalariado/Del pensamiento oficial”. Cuando algunos empezaron a sospechar una segunda lectura a la loable frase que fuese más allá de un aserto del comandante Guevara de la Serna en el contexto de la interna cultural cubana de los años ‘60, un igualmente aplaudido grito de “¡Viva Cristina!” (a la hora y 35 del show) disipó suspicacias, a la vez que contó dónde está posicionado hoy el Partido Comunista Argentino (ya que estamos).

Vendría luego Carta a Violeta Parra, en la que le cuenta de la mano de la flautista cómo andan las cosas “acá abajo”: “Señales que uno le manda a la maestra, que anda escuchando por ahí”. Pasaría por la melancólica Segunda cita, para llegar a una de las más bonitas de la última placa: San Petersburgo, basada en una historia que Gabriel García Márquez le contó en un viaje en avión de La Habana a México, en la que Silvio suelta la guitarra y vuela en alas del clarinete y el tres.

Saliendo de la novedad, abordó una versión en solitario de Rabo de nube, de la que pasaría a La gota de rocío, para arribar de a poco a la celebrada Sueño con serpientes y la protesta caribeña de Me acosa el carapálida.

Intimidad y cadencia

Tras ese recorrido vino un intermezzo a cargo del Terceto Trovarroco, que haciendo honor a su nombre hizo una versión instrumental del Chan Chan de Compay Segundo, cruzado con la Tocata y fuga en re menor BWV 565 de Johann Sebastian Bach y el llamado Adagio de Albinoni (compuesto en realidad por Remo Giazotto), mechado vocalmente con la invocación “Compay, Compay”.

Una base oscura y machacante abrió El necio (“allá Dios, que será divino/yo me muero como viví”), seguida de El papalote y la ominosa Santiago de Chile, creada tras el golpe pinochetista (muy aplaudida). La cadencia isleña volvió de la mano de Canción del elegido.

La premiada Niurka González, compañera de vida, familia y música de Silvio, abrió Sinuhé, un sutil puñado de imágenes sobre el Medio Oriente. De allí saltaron a la síncopa y el cencerro de “El escaramujo” (“Si saber no es un derecho, seguro será un izquierdo”). De allí, y tras afinar, haría comulgar a su público en la clásica Quien fuera, y en Pequeña serenata diurna, con sus cuerdas de bolero, su ritmo en el pandeiro de Valdés y el nostálgico clarinete de Niurka.

Las voces populares acompañaron La era está pariendo un corazón, antecesora de Ángel para un final (“Todo empezó en la sorpresa/en un encuentro casual/pero la noche es traviesa/cuando se teje el azar”). En ese momento se produjo el primer amague de despedida, pero con el público ya encendido siguieron con la tierna Reparador de sueños. Ahí, sí, definitivamente, chamán de su propia obra y leyenda, Rodríguez arremetió con Ojalá, coreada hasta por las columnas del estadio.

Adioses

Despedida, ovación, “Olé, olé olé, olé, Silvio, Silvio”, todos creyeron que volvía, y volvió. Solo con su guitarra, para ofrendar su otro gran emblema: Unicornio. “¡Hasta siempre, Silvio!”, se despidió una espectadora en medio de la canción, por las dudas, mientras el cubano mesmerizaba al resto, que se sumaba a la letra en “se fue”.

Otra salida, renovación de la fe en el regreso, y sí, volvió la formación completa para, tras un vuelo instrumental, rematar la velada con Óleo de una mujer con sombrero, con unas líneas cuadradas de Bacaró en el bajo que le dieron un espíritu country, remarcado por el aire ligero del arreglo general.

Nueva despedida, saludo, esperanza de un nuevo regreso, a pesar de que ya habían pasado más de dos horas y 20 minutos de concierto. Pero las luces comenzaron a encenderse, alguien se llevó la guitarra del maestro de ceremonias, y la conciencia de que el momento mágico se había escapado como un unicornio mañoso se alojó en los corazones, tan cálidos como las gargantas.