Por: Marta Valdés
de Enero del 1999
de Enero del 1999
Publicado en la revista La Gaceta de Cuba.
La guitarra sale al encuentro de cada trovador por sus propios, inesperados caminos. El Trovador aparece así, cuando se reconoce en ella. Empieza entonces un diálogo irrepetible, imposible de someter a comparación alguna, por más que siempre haya mediado una mano maestra portadora de esa primera dotación de acordes y maneras de pulsar, convocando a posarse humildemente sobre seis cuerdas repletas de emociones sonoras, seis interrogantes para el corazón, seis tiranos acertijos para el oído más sensible. En este punto hemos coincidido todos antes de iniciar el viaje definitivo, guitarra en mano, en busca de un lenguaje propio.
Cada trovador es un misterio en su relación con la guitarra. La vida me dio la dicha de poder pasar algunos ratos cerca de Sindo Garay. Un día le escuché decir, en ese tono solemne que acostumbraba adoptar, una frase que anoté en un pedacito de papel: “y cuando cojo la guitarra, me parece que la guitarra son alas…” Sin proponérselo estaba, no sólo definiendo la esencia de este instrumento en esa relación tan especial que establece invariablemente con el músico, sino también configurando su propia imagen como creador. Sindo estructuraba sus canciones con introducciones bien definidas, con pasajes acompañantes en los que no podía desperdiciarse un solo detalle, con momentos instrumentales que él llamaba pasacalles para retornar al pasaje final de la composición y dejar en claro la conclusión. Desglosaba, abría y cerraba el tejido armónico valiéndose de una preciosa gama de recursos en la pulsación de la mano derecha, bordoneando, picando, arpegiando, rasgueando, punteando.
Esa estética sonó de manera insistente en los oídos del pequeño Silvio, recreada por las voces y guitarras de un conjunto estelar de trovadores en un disco dedicado a la música de Sindo que el propio maestro de maestros tuvo a su cuidado, y cuando la guitarra le salió al paso al joven, el trovador que despertó en él no se afilió al relleno acompañante en tiempo de beguin que caracteriza a la trova de los 40 y 50, influida por los tríos mexicanos, sino que prefirió remitirse al lenguaje típico de las trova tradicional que un buen día le haría declarar en un bello bolero “que la guitarra es la guitarra sin envejecer”.
La primera vez que esta sonoridad entró en mi oído, supe que algo nuevo comenzaba a pasar. No se podía hablar de pininos ni balbuceos: era todo un despliegue de recursos recorriéndole diapasón del instrumento; eran ligados y picados eran arpegios y acordes desglosados; era un tratamiento cromático diría yo lineal, sin visos impresionistas; era, en fin, un mundo que nada tenía que ver con el mío y que llegaba al panorama de nuestra música en un momento en que yo misma buscaba cauces diferentes para mi canción, que se empeñaba en abordar temáticas más abiertas para las cuales las estructuras básicas frecuentes en los cincuenta resultaban incómodas o demasiado rígidas. Lo que en mí era búsqueda, exploración, era ya tierra firme en el joven trovador cuyo pasaje introductorio de La era está pariendo un corazón provocó en mi interior una sensación de alivio. Respiré hondo. Mis treinta y dos años saludaban al artista en sus veintipico cortos dentro de aquel estudio de grabaciones. Fue necesaria una buena dosis de serenidad que me permitiría asumir a conciencia mi condición de testigo de un acontecimiento nuevo, y explicarme a mí misma por dónde estaban yendo las cosas. Finalmente, encontré la clave en una especie de libérrima articulación de su mano derecha, una mano derecha que buena falta me hubiera hecho para ponerme las botas de siete leguas que a esas alturas estaba necesitando para no estancarme.
Siempre me asaltó la duda, ¿cómo había entrado él de lleno en ese camino? Varios años después, en 1979, le pedí que me recibiera en su casa para hablar sobre esos temas y, en efecto, sostuvimos una larga conversación en la que confrontamos maneras de verlo todo, hasta que caímos en la indagación acerca de esa especial soltura que es, para mí, el eje de su proyección guitarrística. Fue ahí donde salió a flote un dato importante: luego de una iniciación eminentemente rítmica que agradece al tío percusionista, el primer encuentro con la aventura de hacer música está vinculado al piano; de ahí su digitación valorando ambas manos por igual; de ahí la presencia de arpegios, de pasajes melódicos relevantes en sus acompañamientos cuando la guitarra le salió al paso, levantando la mano para reclamar un sitio en su quehacer musical y ya no abandonarle nunca.
A través de los años la expresión eminentemente guitarrística de Silvio Rodríguez ha ido dejando una huella clara y definida en su discografía –una de las más coherentes que conozco en líneas generales, aparte del valor intrínseco de cada producción. Ya en Mujeres se concentra una exuberante colección de efectos pulcramente concebidos y digitados. Atrás quedaban los momentos de encontrar y acumular rasgueados que, a fuerza de sedimentarse, fueron creando escuela de hoy para mañana, como si se tratara de viejas maneras de acompañar, efectos que, convertidos en fórmulas, procrearon una larga estirpe de novísimos trovadores mientras que él se limitaba a dejarlos registrados para incursionar en una y otra forma nuevas o diferente de auxiliarse con el instrumento, que plasmaría en la obra de arte.
Anoto estas reflexiones en octubre del 98, a poco más de treinta años de mi primer encuentro con la guitarra de Silvio; acabo de disfrutar de la audición de un nuevo disco suyo, Descartes, en el que encontramos una buena cantidad de esos códigos que son sello indiscutible de su expresión como trovador. Es de agradecer al músico que, luego de aciertos de la dimensión de Rabo de nube, Unicornio, o Te amaré –por citar sólo tres ejemplos— no se haya dejado tentar afiliándose a formatos acompañantes de conjunto, echando a un lado el mundo de la guitarra. Y es que, en su acostumbrada lucidez, este creador nos sorprende constantemente con la certeza de que aún no ha agotado el caudal de posibilidades que ofrecen todavía las seis caprichosas cuerdas de siempre.
La más reciente aventura del trovador se ha asomado al oído de su público habitual anunciando las delicias de un nuevo disco donde la guitarra vuelve a ser protagonista. Se trata de una conjunción de Silvio Rodríguez con el concertista Rey Guerra. Dos maneras de ver, dos comportamientos, si bien diferentes perfectamente compatibles, transcurren a la vez teniendo como hilo conductor las canciones escogidas por ambos para desarrollar lo que a veces es un diálogo, a veces, diría yo, más bien un soliloquio a dos que nos transporta a otra dimensión. Tomo como punto de partida el privilegio de haberme enfrentado a este trabajo en una presentación pública que me permitió apreciar la creciente comunicación entre ambos intérpretes en el transcurso del programa. En efecto, ninguno de ellos se apartó de los códigos que caracterizan a sus respectivas visiones del instrumento. Una y diversa, la guitarra se adelantó finalmente, como protagonista verdadera de este juego insólito para arrojar como resultado un saldo igualmente afortunado para ambos músicos y para sus espectadores.
No albergo la menor indecisión al pronunciarme a favor de un amoroso y pormenorizado estudio sobre el aporte innegable de Silvio Rodríguez a la guitarra popular de este siglo. Valdrá la pena que alguien emprenda esta tarea a partir de una discografía como la suya que, enfocada desde la óptica del instrumento que la recorre como columna vertebral, ofrece ya a nuestro juicio, de manera organizada, elementos llenos de sustancia amasados con la minuciosidad del orfebre y formulados con la claridad del genio.
La guitarra sale al encuentro de cada trovador por sus propios, inesperados caminos. El Trovador aparece así, cuando se reconoce en ella. Empieza entonces un diálogo irrepetible, imposible de someter a comparación alguna, por más que siempre haya mediado una mano maestra portadora de esa primera dotación de acordes y maneras de pulsar, convocando a posarse humildemente sobre seis cuerdas repletas de emociones sonoras, seis interrogantes para el corazón, seis tiranos acertijos para el oído más sensible. En este punto hemos coincidido todos antes de iniciar el viaje definitivo, guitarra en mano, en busca de un lenguaje propio.
Cada trovador es un misterio en su relación con la guitarra. La vida me dio la dicha de poder pasar algunos ratos cerca de Sindo Garay. Un día le escuché decir, en ese tono solemne que acostumbraba adoptar, una frase que anoté en un pedacito de papel: “y cuando cojo la guitarra, me parece que la guitarra son alas…” Sin proponérselo estaba, no sólo definiendo la esencia de este instrumento en esa relación tan especial que establece invariablemente con el músico, sino también configurando su propia imagen como creador. Sindo estructuraba sus canciones con introducciones bien definidas, con pasajes acompañantes en los que no podía desperdiciarse un solo detalle, con momentos instrumentales que él llamaba pasacalles para retornar al pasaje final de la composición y dejar en claro la conclusión. Desglosaba, abría y cerraba el tejido armónico valiéndose de una preciosa gama de recursos en la pulsación de la mano derecha, bordoneando, picando, arpegiando, rasgueando, punteando.
Esa estética sonó de manera insistente en los oídos del pequeño Silvio, recreada por las voces y guitarras de un conjunto estelar de trovadores en un disco dedicado a la música de Sindo que el propio maestro de maestros tuvo a su cuidado, y cuando la guitarra le salió al paso al joven, el trovador que despertó en él no se afilió al relleno acompañante en tiempo de beguin que caracteriza a la trova de los 40 y 50, influida por los tríos mexicanos, sino que prefirió remitirse al lenguaje típico de las trova tradicional que un buen día le haría declarar en un bello bolero “que la guitarra es la guitarra sin envejecer”.
La primera vez que esta sonoridad entró en mi oído, supe que algo nuevo comenzaba a pasar. No se podía hablar de pininos ni balbuceos: era todo un despliegue de recursos recorriéndole diapasón del instrumento; eran ligados y picados eran arpegios y acordes desglosados; era un tratamiento cromático diría yo lineal, sin visos impresionistas; era, en fin, un mundo que nada tenía que ver con el mío y que llegaba al panorama de nuestra música en un momento en que yo misma buscaba cauces diferentes para mi canción, que se empeñaba en abordar temáticas más abiertas para las cuales las estructuras básicas frecuentes en los cincuenta resultaban incómodas o demasiado rígidas. Lo que en mí era búsqueda, exploración, era ya tierra firme en el joven trovador cuyo pasaje introductorio de La era está pariendo un corazón provocó en mi interior una sensación de alivio. Respiré hondo. Mis treinta y dos años saludaban al artista en sus veintipico cortos dentro de aquel estudio de grabaciones. Fue necesaria una buena dosis de serenidad que me permitiría asumir a conciencia mi condición de testigo de un acontecimiento nuevo, y explicarme a mí misma por dónde estaban yendo las cosas. Finalmente, encontré la clave en una especie de libérrima articulación de su mano derecha, una mano derecha que buena falta me hubiera hecho para ponerme las botas de siete leguas que a esas alturas estaba necesitando para no estancarme.
Siempre me asaltó la duda, ¿cómo había entrado él de lleno en ese camino? Varios años después, en 1979, le pedí que me recibiera en su casa para hablar sobre esos temas y, en efecto, sostuvimos una larga conversación en la que confrontamos maneras de verlo todo, hasta que caímos en la indagación acerca de esa especial soltura que es, para mí, el eje de su proyección guitarrística. Fue ahí donde salió a flote un dato importante: luego de una iniciación eminentemente rítmica que agradece al tío percusionista, el primer encuentro con la aventura de hacer música está vinculado al piano; de ahí su digitación valorando ambas manos por igual; de ahí la presencia de arpegios, de pasajes melódicos relevantes en sus acompañamientos cuando la guitarra le salió al paso, levantando la mano para reclamar un sitio en su quehacer musical y ya no abandonarle nunca.
A través de los años la expresión eminentemente guitarrística de Silvio Rodríguez ha ido dejando una huella clara y definida en su discografía –una de las más coherentes que conozco en líneas generales, aparte del valor intrínseco de cada producción. Ya en Mujeres se concentra una exuberante colección de efectos pulcramente concebidos y digitados. Atrás quedaban los momentos de encontrar y acumular rasgueados que, a fuerza de sedimentarse, fueron creando escuela de hoy para mañana, como si se tratara de viejas maneras de acompañar, efectos que, convertidos en fórmulas, procrearon una larga estirpe de novísimos trovadores mientras que él se limitaba a dejarlos registrados para incursionar en una y otra forma nuevas o diferente de auxiliarse con el instrumento, que plasmaría en la obra de arte.
Anoto estas reflexiones en octubre del 98, a poco más de treinta años de mi primer encuentro con la guitarra de Silvio; acabo de disfrutar de la audición de un nuevo disco suyo, Descartes, en el que encontramos una buena cantidad de esos códigos que son sello indiscutible de su expresión como trovador. Es de agradecer al músico que, luego de aciertos de la dimensión de Rabo de nube, Unicornio, o Te amaré –por citar sólo tres ejemplos— no se haya dejado tentar afiliándose a formatos acompañantes de conjunto, echando a un lado el mundo de la guitarra. Y es que, en su acostumbrada lucidez, este creador nos sorprende constantemente con la certeza de que aún no ha agotado el caudal de posibilidades que ofrecen todavía las seis caprichosas cuerdas de siempre.
La más reciente aventura del trovador se ha asomado al oído de su público habitual anunciando las delicias de un nuevo disco donde la guitarra vuelve a ser protagonista. Se trata de una conjunción de Silvio Rodríguez con el concertista Rey Guerra. Dos maneras de ver, dos comportamientos, si bien diferentes perfectamente compatibles, transcurren a la vez teniendo como hilo conductor las canciones escogidas por ambos para desarrollar lo que a veces es un diálogo, a veces, diría yo, más bien un soliloquio a dos que nos transporta a otra dimensión. Tomo como punto de partida el privilegio de haberme enfrentado a este trabajo en una presentación pública que me permitió apreciar la creciente comunicación entre ambos intérpretes en el transcurso del programa. En efecto, ninguno de ellos se apartó de los códigos que caracterizan a sus respectivas visiones del instrumento. Una y diversa, la guitarra se adelantó finalmente, como protagonista verdadera de este juego insólito para arrojar como resultado un saldo igualmente afortunado para ambos músicos y para sus espectadores.
No albergo la menor indecisión al pronunciarme a favor de un amoroso y pormenorizado estudio sobre el aporte innegable de Silvio Rodríguez a la guitarra popular de este siglo. Valdrá la pena que alguien emprenda esta tarea a partir de una discografía como la suya que, enfocada desde la óptica del instrumento que la recorre como columna vertebral, ofrece ya a nuestro juicio, de manera organizada, elementos llenos de sustancia amasados con la minuciosidad del orfebre y formulados con la claridad del genio.